Literatura 4°1° y 4°6°
El concepto
de Literatura en dos cuentos argentinos: “Continuidad de los parques” de
Julio Cortázar y “El libro” de Silvia Iparraguirre.
“Continuidad de los parques”
1. ¿Cómo podrías
relacionar el título del cuento con el desarrollo del argumento?
2. ¿Qué está
leyendo el protagonista? ¿Dónde y cuándo lo hace? Transcribir un fragmento del
cuento en donde se indique o describa cómo se encuentra el lector en relación a
la obra literaria.
3. El cuento puede
leerse en clave de cuento policial. Hay un asesinato y un asesino. En base a
esto explicar: ¿Quién comete el crimen? ¿qué elementos pueden ser considerados
para descubrir al asesino? ¿Quién puede tomar el papel de detective?
Justificar.
4. Realizar una
lista de palabras o frases que connoten la relación clandestina o furtiva de
los amantes.
5. Explicar el
significado de las siguientes expresiones:
a. …debajo latía
la libertad agazapada.
b. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes.
c. Desde la sangre
galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer.
“El Libro”
6. ¿Dónde
encuentra el libro el protagonista? ¿Qué comienza a leer en sus páginas?
7. ¿Cómo se
describe el libro en el relato? ¿Qué elementos le faltan? ¿Por qué son
importantes dichos elementos?
8. ¿Por qué te
parece que el libro causa horror en el protagonista? ¿Qué significa que es un
objeto “candente”?
9. Redactar una
posible explicación “no sobrenatural” sobre lo que sucede con el libro y el
protagonista.
10. ¿Qué te parece
que sugieren las últimas líneas del cuento? ¿Cómo se puede relacionar “las
tramas de vías que se abrían en diferentes direcciones” con lo que le sucede al
protagonista?
11. Comparar los
dos cuentos y explicar, al menos tres similitudes y tres diferencias entre los
ellos.
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
JULIO CORTÁZAR
Había
empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el
parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la
puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones,
dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se
puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres
y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en
seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo
que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la
mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de
una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos.
El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había
sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado
se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.
Sin
mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la
senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto.
Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en
la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no
debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba.
Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus
oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una
galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera
habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la
mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo
verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
EL LIBRO
SYLVIA IPARRAGUIRRE
El hombre miró la hora:
tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó,
pagó el café con leche y fue al baño. En el cubículo, la luz mortecina le
alcanzó su cara en el espejo manchado. Maquinal-mente se pasó la mano de dedos
abiertos por el pelo. Entró al sanita-rio, allí la luz era mejor. Apretó el
botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, descubrió el libro.
Estaba en el suelo, de canto contra la pared. Era un libro pequeño y grueso, de
tapas duras y hojas de papel de arroz, inexplicablemente pesado. Lo examinó un
momento. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la
editorial. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó distraído las primeras
páginas de letras apretadas y de una escritura que se continuaba sin capítulos
ni apartados. Miró el reloj. Faltaba para la salida del tren.
Se acomodó mejor y ojeó partes al azar.
Sorprendido, reconoció coincidencias. En una página leyó nombres de lugares y
de personas que le eran familiares; a continuación, encontró escritos los
nombres de pila de su padre y su madre. Unas cien páginas más adelante —aunque
era difícil calcularlas por el papel de arroz— leyó, sin error posible, el
nombre completo de Gabriela. Cerró la tapa con fuerza; el libro le producía
inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmóvil mirando la puerta pinta-da
toscamente-te de verde, cruzada por innumerables inscripciones. Fluyeron unos
segundos en los que percibió el ajetreo lejano de la estación y la máquina
exprés del bar. Cuando logró calmar un insensato presentimiento, volvió a abrir
el libro. Recorrió las páginas sin ver las palabras. Finalmente sus ojos
cayeron sobre unas líneas: En el cubículo, la luz mor-tecina le alcanza su cara
en el espejo manchado. Maquinalmente-te se pasa la mano de dedos abiar-tos por
el pelo. Se levantó de un salto. Con el índice entre las páginas, fue a mirarse
asombrado al espejo, como si necesitara corroborar con alguien lo que estaba
pasando. Volvió a abrir-lo. Se levanta de un salto. Con el índice entre las
páginas, va a mirarse asombrado... El libro cayó dentro del lavatorio
transformado en un objeto candente. Lo miró horrorizado. Consultó el reloj. Su
tren partía en diez minutos. En un gesto irreprimible que consideró de locura,
recogió el libro, lo metió en el bolsillo del saco y salió. Caminó rápido por
el extenso hall hacia la plataforma. Con angustia creciente pensó que cada uno
de sus gestos estaba escrito-to, hasta el acto elemental de caminar. Palpó el
bolsillo deformado por el peso anormal del libro y rechazó, con espanto, la
tentación cada vez más fuerte, más imperiosa, de leer las páginas finales. Se detuvo
desconcertado; faltaban tres minutos para la partida. Miró la gigantesca cúpula
como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban
destinadas o el libro poseía una facultad mimética y transcribía a cada persona
que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón
oculta, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo.
Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era
un objeto maligno; luchó contra el impulso irreprimible de abrirlo en el final
y lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall.
Corrió como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban el
oscuro andén atrás y salían al cielo abierto; cuando el conductor elegía una de
las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.