Literatura 5°4°
La fiesta ajena Liliana
Hecker
Nomás
llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no
le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un
cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí te crees todas las pavadas que
te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el
cumpleaños.
—No
me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos.
—Los
ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el
colegio.
—Qué
cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta
cagar más arriba del culo.
A la
chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve
años y era una de las mejores alumnas de su grado.
—Yo
voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi
amiga. Y se acabó.
—Ah,
sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa.
—Oíme,
Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos
ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura
parpadeó con energía: no iba a llorar.
—Cállate
—gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga!
Ella
iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes
mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se
contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa
casa. Y la gente también le gustaba.
—Yo
voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo.
Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.
La
madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las
caderas.
—
¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las
pavadas que te dicen.
Rosaura
se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de
mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?
Si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer
tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en
el mundo.
—Si
no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios.
Y no
estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la
fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la
tarde, después de que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de
manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en
el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La
señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
—Qué
linda estás hoy, Rosaura.
Ella,
con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la
fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso
cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
—Está
en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digás a nadie porque es un
secreto.
Rosaura
quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando
en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después,
cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que
tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos
sí, pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura en
cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada,
cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no
volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: ”¿Te parece que vas a
poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca,
como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la
del moño le dijo:
— ¿Y
vos quién sos?
—Soy
amiga de Luciana —dijo Rosaura.
—No
—dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y
conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
—Y a
mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y
hacemos los deberes juntas.
—
¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita.
—Yo y
Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria.
La
del moño se encogió de hombros.
—Eso
no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella?
—No.
— ¿Y
entonces de dónde la conoces? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura
se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
—Soy
hija de la empleada —dijo.
Su
madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos
la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar:
y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a
decir algo así.
—¿Qué
empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda?
—No
—dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas.
—Y
entonces, ¿cómo es empleada? Dijo la del moño.
Pero
en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura
si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor
que nadie.
—Viste
—le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera
de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era
Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la
carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los
dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos
que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había
sido tan feliz.
Pero
faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero,
la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y
Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y
le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una
reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había
gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les
dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después
de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de
verdad. Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban
cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era
muy raro el mago: al mono le llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una
carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.
La
prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en
brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
— ¿Al
chico? —gritaron todos.
— ¡Al
mono! —gritó el mago.
Rosaura
pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El
mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al
mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono
hizo que sí con la cabeza.
—No
hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito.
—¿Qué
es timorato? —dijo el gordito.
El
mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había
espías.
—Cagón
—dijo—. Vaya a sentarse, compañero.
Después
fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el
corazón.
—A
ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a
ella.
No
tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al
mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de
Rosaura. Dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más
contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de
que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
—Muchas
gracias, señorita condesa.
Eso
le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo
primero que le contó.
—Yo
lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue
bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba
enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste
que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del
mago.
Su
madre le dio un coscorrón y le dijo:
—Mírenla
a la condesa.
Pero
se veía que también estaba contenta.
Y
ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy
sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí
la madre pareció preocupada.
—¿Qué
pasa? —le preguntó a Rosaura.
—Y
qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos
vamos.
Le
señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al
lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía
bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una
chica, la señora Inés le daba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba
un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no
se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís el
yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle
que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
—Yo
fui la mejor de la fiesta.
Y no
habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste
y una rosa.
Primero
se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y
el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una
pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después
se acercó a donde estaban ella y su madre.
Tenía
una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró,
después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
—Qué
hija que se mandó, Herminia.
Por
un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y
el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también
inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese
movimiento.
Porque
la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa
rosa. Buscó algo en su cartera.
En su
mano aparecieron dos billetes.
—Esto
te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo,
querida.
Ahora
Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano
de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el
cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara
de la señora Inés.
La
señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a
retirarla.
- Resolvé las consignas que están a continuación.
1.
Justifiquen la pertenencia de este cuento al género realista teniendo en cuenta
los aspectos estudiados para este tipo de relatos: marco, personajes,
descripciones y diálogos.
2.
Describí al narrador (tipo, focalización-interna o externa- y punto de vista)
3. La
palabra "ajena" puede asociarse a la idea de "alteridad",
de un otro diferente. ¿En qué sentido Rosaura es ajena a la fiesta de
cumpleaños de Luciana?
4.
¿Sobre qué hechos construye Rosaura la fantasía de que es una invitada especial
en la fiesta?
5.
¿Cuáles son los indicios que anticipan que Rosaura no gozaba de los beneficios
de una invitada más?
6.
¿Por qué creés que este cuento pertenece a una antología llamada Cuentos de
aprendizaje? ¿Quién aprende qué cosa?
7.
Reescribí el final del cuento. Que esta vez, Rosaura reciba su bolsa de regalos
y le demuestre definitivamente a la madre que estaba equivocada. Recordá
mantener la forma en la que habla el personaje.
Enviar hasta el 25/3 a ericainespereyra2@gmail.com